El nuncio apostólico llamó a la alegría de «dejarse salvar» por Jesús

En el marco de las celebraciones con motivo de la solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María, el nuncio apostólico, monseñor Emil Paul Tscherrig visitó la diócesis de Villa de la Concepción del Río Cuarto, donde presidió la misa en honor de la Virgen patrona de la diócesis y la ciudad.

El nuncio apostólico, monseñor Emil Paul Tscherrig, presidió ayer en Río Cuarto la misa central en honor de la Inmaculada Concepción de María, patrona de la diócesis y de la ciudad. La celebración tuvo lugar en la plaza San Martín.

Los festejos comenzaron a las 18.30, horario en que los fieles se congregaron frente a la catedral Inmaculada Concepción, desde donde a las 19 partió la procesión llevando la imagen de la Virgen. A su regreso, monseñor Tscherrig presidió la misa, concelebrada por el obispo de Villa de la Concepción del Río Cuarto, monseñor Adolfo Uriona, y dio la bendición papal.

En su homilía, el representante papal llamó a los fieles a preguntarse «quién es María, la Inmaculada Madre de Dios, para nosotros. Según la tradición católica, María es Virgen y esposa, dos palabras ricas en contenido, destacó.

«En el momento de la encarnación -explicó- se convirtió en la esposa de Dios, y aseguró que desde el momento de la Concepción, el Señor estaba con ella, colmándola de la presencia del Espíritu Santo, tal como lo demuestran las palabras del Ángel Gabriel: ‘’Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo'»’.

«En ella no había espacio para el pecado, porque, como enseña la Iglesia, María ha sido preservada del pecado original que todos traemos en nosotros. Anunciando el maravilloso encuentro de Dios con la humanidad, el ángel Gabriel la invita a la alegría: “’Alégrate, dice a María, porque en ti el Señor ha cumplido la antigua promesa de la venida del Mesías”», detalló.

Monseñor Tscherrig recordó lo expresado por el papa Francisco en su primera exhortación apostólica, cuando, al hacerse eco de esta alegría, asegura que «“todo el mensaje evangélico es una invitación a la alegría”. Esta alegría llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús, sostuvo el nuncio, y agregó que “quienes se dejan salvar por Él, son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento”».

Una multitud participó de la celebración, en la que estuvieron presentes las autoridades de Río Cuarto, y el intendente local, Juan Manuel Llamosas, entregó al nuncio un decreto declarándolo visitante distinguido.+

A continuación, compartimos la Homilía completa:

Excelencia Monseñor Adolfo Armando Uriona, Obispo de esta querida Diócesis de Villa de la Concepción de Río Cuarto, Hermanos Sacerdotes, Diáconos y seminaristas, Hermanas y hermanos en Cristo:

Con gran he venido para celebrar con ustedes la Fiesta de la Inmaculada, que es también la Fiesta Patronal de su Ciudad y Diócesis, y los saludo cordialmente en nombre del Santo Padre que les envía su cariño y su especial Bendición Apostólica. Agradezco a su Obispo por haberme invitado y a todos ustedes por su testimonio de fe y de fidelidad a Dios y su Iglesia.

Lo que celebramos hoy es uno de los grandes misterios de nuestra fe: es decir la Inmaculada Concepción de la Virgen María, Madre de nuestro Señor y Redentor. Como saben la Inmaculada Concepción de María es una enseñanza segura o dogma de la Iglesia Católica que, en 1854, fue definido por el Papa Pío IX. Esta definición de fe tiene su fundamento en el primer dogma mariano que es el de la Maternidad divina de María y que fue definido en el Concilio de Éfeso en 431. Para ser Madre del Salvador, María fue dotada por Dios con dones a la medida de una misión tan importante, y por la gracia redentora del Hijo ha sido concebida sin pecado. En María, la Inmaculada, se revela por tanto la imagen divina que Dios tiene de la persona humana. En ella, el Padre Dios ha anticipado el plan que tiene para todos nosotros.

Por lo tanto preguntémonos: ¿quién es María, la Inmaculada Madre de Dios, para nosotros? – Según una antigua tradición de la Iglesia, María es Virgen y Esposa, dos palabras ricas en contenido. María es esposa porque en el momento de la Encarnación se convirtió en la esposa de Dios. El Ángel Gabriel la saluda con estas palabras: «¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo!» (Lc. 1, 28). El Señor estaba con ella desde el momento de la concepción y la ha colmado con la presencia de su Espíritu. En Ella no había espacio para el pecado porque, como enseña la Iglesia, María ha sido preservada del pecado original, que todos traemos en nosotros, por los méritos de la obra redentora de su Hijo. Anunciando este maravilloso encuentro de Dios con la humanidad, el Ángel la invita a la alegría: Alégrate, dice a María, porque en tí el Señor ha cumplido la antigua promesa de la venida del Mesías.

En su primera Exhortación Apostólica, el Papa Francisco se hace eco de esta alegría cuando escribe que todo el mensaje evangélico es una invitación a la alegría. Esta alegría, dice el Papa, «llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría» (N° 1).

Aceptando la invitación del Ángel, la Inmaculada Madre de Dios queda al mismo tiempo como la nueva Eva. Ella es la mujer que aparece en la visión del Libro del Génesis, y cuyo Hijo aplastará la cabeza de la serpiente, es decir de Satanás. En Ella se ha realizado la antigua promesa de que Dios no abandonará jamás al hombre, no obstante su rebelión y la consecuente pérdida del paraíso. En el «sí» de la humilde virgen de Israel, la humanidad ha recibido su Redentor que ha reabierto la puerta del cielo, puerta que había sido cerrada por el pecado del hombre. San Pablo, en la Carta a los Cristianos de Éfeso, hace referencia a esta nueva realidad cuando agradece al Padre, porque en su Hijo Jesucristo nos ha bendecido con toda clase de bienes. Y ¿cuál es el bien más grande? — Él nos ha predestinado a ser sus hijos adoptivos por medio de Cristo y como don de su gracia. En consecuencia, todos nosotros, que hemos puesto nuestra esperanza en Cristo, «hemos sido constituidos herederos y destinados de antemano, para ser alabanza de su gloria» (Ef. 1, 11-12).

María, entonces, está en la encrucijada de la historia humana, donde Dios, eterno e invisible, recibe un rostro humano y se hace el instrumento humano por excelencia de la redención y del plan de Dios con los hombres. Con María, hija de Israel, culmina también la historia de su pueblo y se cumplen las promesas hechas a Abraham y a su descendencia para siempre. Desde este momento, la historia del Antiguo Testamento llega a su término, y la nueva humanidad está naciendo.

Pero no obstante la gracia de la maternidad, María ha permanecido Virgen, es decir mujer y madre libre de toda posesión humana. Así Ella se revela como la última meta de la ascensión humana, revestida de lo divino sin jamás perder la condición de criatura. La Inmaculada manifiesta entonces el destino último del ser humano el que, una vez liberado del pecado y de sus consecuencias, está destinado a entrar en la plena comunión con Dios. Aquello que es corruptible en nosotros será transformado en incorruptibilidad y la vida divina escondida en nosotros desde el tiempo del bautismo se manifestará en su esplendor de hijos e hijas de Dios. Nuestro cuerpo mortal se vestirá de inmortalidad en la luz de Cristo resucitado.

En el camino hacia la resurrección como meta definitiva de nuestra existencia, nos acompaña María, nuestra madre y madre de la Iglesia. Y ésta, nuestra peregrinación por el mundo, se realiza no tanto como individuos, sino en la comunidad de la Iglesia, que es madre, esposa y virgen según la imagen de María. La Iglesia es madre porque en ella, en el bautismo, nacen, de hombres y mujeres mortales, los hijos y las hijas de Dios. Como Madre, la Iglesia reúne en su seno a todos los hombres que reconocen a Jesús el Hijo de Dios. Se trata de una comunidad de santos y de pecadores, pero también los pecadores pueden estar siempre seguros de la misericordia y del perdón divino. Así la Iglesia perpetúa el canto mariano del «Magnificat»: «Su misericordia se extiende de generación en generación sobre aquellos que le temen» (Lc. 1, 50).

Según el modelo de María, la Iglesia es también esposa de Cristo. Ella camina a través de los siglos hacia el encuentro definitivo con su esposo. El milagro de la presencia de la Iglesia en el mundo y su historia de más de dos mil años, se desprende de esta intimidad con Cristo, de esta profunda comunión entre Dios y los hombres. Como enseña el Concilio Vaticano II, la Iglesia es en Cristo «como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG, 1). En ella el Padre quiere unir a todos los hombres para transformar los pueblos, en su Hijo, en una sola familia, libre de las leyes del mundo que dividen y esclavizan, y para conducir a todos en la libertad de los hijos de Dios.

Y por último, como María la Iglesia es también Virgen, porque es obra del Espíritu Santo y propiedad de Dios. Ella no es posesión de algún poder terreno y camina a través de los siglos con la ayuda de esta misteriosa, pero eficaz, presencia de Dios. En todo tiempo hubo hombres y mujeres fuera y dentro de la Iglesia que han procurado destruirla. Y también nosotros mismos con nuestros pecados y los escándalos que producimos estamos dañando y debilitando la misión de la Iglesia en nuestro País y en el mundo. A pesar de esto la Iglesia continúa su peregrinación a través de las tempestades del tiempo, porque está fundada sobre la roca de Dios. Si la gente me pregunta si creo en los milagros, cito siempre el ejemplo de la Iglesia. Para mí, ella es el verdadero milagro en el mundo, porque es propiedad de Dios y como tal ha sobrevivido a las persecuciones y a la enemistad del mundo. Que Dios está presente en su Iglesia también se ha visto recientemente en la elección del Papa Francisco. Como Dios de las sorpresas sabe dar a la Iglesia siempre la guía que la Iglesia necesita en cada momento de su historia.

Roguemos que María nos muestre el camino hacia esta meta final. Ella es la Madre Inmaculada de todas las misericordias que nos acompaña en las vicisitudes de la vida diaria. Su canto del Magnificat es una alabanza exultante a la misericordia divina que Ella misma ha experimentado desde su concepción. Implorémosle, que interceda por nosotros ante el Hijo para que nos muestre la misma misericordia a fin de que no perdamos el camino hacia nuestro destino definitivo, sino que obtengamos un día, como Ella, el don de la herencia eterna. Amén.

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