Homilìa de Monseñor Adolfo Uriona en Misa Crismal
Queridos hermanos sacerdotes y queridos fieles:
La Misa Crismal, en la cual el obispo concelebra con sus sacerdotes, consagra el santo crisma y bendice los demás óleos, es una manifestación de la comunión existente entre el obispo y su presbiterio en el único y mismo sacerdocio y ministerio de Cristo.
Los sacerdotes son tales porque, a través de la imposición de manos, la oración de consagración y la unción con el crisma con lo cual son ordenados, participan del único sacerdocio de Cristo y colaboran con el obispo en el apacentar al pueblo de Dios.
Esta celebración es una nueva oportunidad para renovar nuestro “sí generoso” a la llamada del Señor tal como lo hicimos el día de nuestra ordenación sacerdotal. “Aquí estoy”, dijimos ese día, así como respondió Isaías cuando escuchó la voz de Dios que le preguntaba: ¿A quién enviaré? (Is 6, 8). Luego el Señor mismo, mediante las manos del obispo, nos impuso sus manos para consagrarnos a la misión de “servir” a su Pueblo. Debemos pedir hoy que el fervor de ese día de la ordenación se mantenga siempre encendido y que se alimente continuamente con la llama viva del Evangelio.
“El Espíritu del Señor está sobre mí porque me ha consagrado por la unción”: con estas palabras, según el evangelista Lucas, Jesús describe su misión en la sinagoga de Nazaret.
- “El Señor me ha consagrado por la unción…”
En un momento de la ordenación sacerdotal se unge las manos del candidato con el Santo Crisma. Con esas manos el sacerdote bendice, perdona los pecados, unge a los enfermos y, particularmente, consagra la Eucaristía.
Ahora bien, nos podemos preguntar: ¿qué significa ser ungido?
Somos ungidos, nada más y nada menos, “para ser otro Cristo” y así, como ÉL, cumplir la misión encomendada por el Padre: “llevar la buena noticia a los pobres, vendar los corazones heridos, proclamar la liberación, anunciar la Gracia de Dios”… No hay que perder de vista nunca esto.
Usando el lenguaje del evangelio de Juan en la oración sacerdotal de la Última cena, podemos decir que los sacerdotes son ungidos “para cuidar al Pueblo de Dios”.
El sacerdote tiene la misión de velar. Debe estar en guardia ante las fuerzas amenazadoras del mal que atacan particularmente a los más débiles, a los sencillos. Debe estar de pie frente a las corrientes del tiempo. De pie en la verdad y en el compromiso por el bien.
Este cuidado se hace hoy más necesario por las precarias y dolorosas situaciones que a diario vive nuestra gente. Hay muchos pobres, muchos corazones heridos, muchos esclavos de las adiciones y otros males, muchos que necesitan que se les anuncie la Gracia de Dios y la liberación que sólo nos trae Jesucristo.
Por otra parte para poder cuidar al pueblo el sacerdote ha de experimentar por la fe que “él mismo es cuidado por el Padre”.
Esta certeza de fe se funda en el hecho de que Jesús lo pidió a su Padre para sus discípulos en la noche de la despedida: “Padre santo, cuida en tu nombre a aquellos que me diste” (Jn 17,11b). El Señor quiso hacer de los suyos, por medio de su sangre, “un Reino sacerdotal para su Padre” y por eso los encomienda a su cuidado preferencial.
La unción sacerdotal, por tanto, nos impulsa al cuidado de los demás fundados en la conciencia de que somos cuidados por la Providencia misericordiosa del Padre que nos ama.
- “El Espíritu del Señor está sobre mí…” porque fui ungido con el crisma, por tanto he de buscar “dejarme conducir por Él”…
Esto es algo que hemos de aprender mediante el discernimiento y la docilidad a sus mociones. Es el modo como vivieron los hombres santos que nos presenta la Escritura.
El anciano Simeón, por ejemplo, se dejó conducir por el Espíritu y así fue al Templo. Allí pudo tomar en sus brazos a un bebe frágil donde estaba el mismo Dios. Su docilidad al Espíritu le permitió descubrir al Salvador, su corazón se llenó de alegría y pronunció palabras proféticas antes de partir a la casa del Padre.
Hoy para nosotros dejarse conducir por el Espíritu es asumir las actitudes del Hijo que viene a revelarnos el rostro misericordioso del Padre. Escuchando sus palabras, asimilando sus actitudes de cercanía compasiva con los pobres, enfermos y marginados, podremos con nuestra vida ser reveladores de ese Amor misericordioso.
Dejarse conducir por el Espíritu es, en nuestro ministerio sacerdotal, contemplar las heridas de nuestros hermanos, aliviarlas con el óleo de la consolación y vendarlas con la misericordia.
Queridos hermanos sacerdotes: qué tengamos siempre bien claro que no hemos sido ordenados para nosotros mismos, sino para ser hombres dóciles a la acción del Espíritu el cual siempre nos conducirá al cuidado del Pueblo de Dios.
Querido hermanos todos: como pueblo fiel de Dios tomen conciencia de que también a ustedes el Espíritu los lleva a cuidar de sus pastores mediante la oración, el acompañamiento, el compromiso apostólico. Les pido que no los dejen solos en su servicio ministerial.
Qué María Santísima derrame su amor maternal sobre nuestros sacerdotes y los llene del fervor que necesitan para anunciar la alegría del Evangelio.
+Adolfo A. Uriona fdp
Obispo de Villa de la Concepción del Río Cuarto